En las hojas, 
que descansan sobre la tierra.

En los caracoles,
esos que esas viejas cascarrabias detestan,
porque se devoran tiernamente sus plantas.

En las flores,
y en los colibríes danzantes. 
En las rocas, en las lombrices,
en las ramas y en el bosque.

En la copas alta de esos pinos, 
esos que me están mirando fijo.

En los senderos destruidos por el hombre,
en las nubes  que hacen que desaparezca,
de a ratitos, mi Dios:
El Sol.

Estoy contemplando el atardecer, 
y parece nunca acabar,
y despacito resulta, que mi Dios,
también puede ser la luna,
y de hecho, lo es.

Ahí están, 
esos diminutos gramos de luz,
esas almas, esas compañeras eternas de la inmensidad.
Que brillan, y nos miran,
y nos cuidan, y nos besan.
Y  nos abrazan, y hasta a veces nos aman.